Hay veces que me pierdo. Ya no sé quién soy, dónde estoy o como me siento. No sé si respiro, no sé si me corre sangre en las venas; la vista se me nubla y tengo miedo. Miedo de ser cociente de que estoy sola. Miedo de darme cuenta que nadie viene a rescatarme. Es un cómic de tragedias sin fin, porque nadie jamás se intereso en agregar un héroe.
Tengo frío, y me siento enferma. Siento los clics del minutero sonar y retumbar en mi cabeza y me pierdo, me pierdo en los recuerdos de lo que ya no soy. De lo que ya fui y no quería volver a ser. Siento que mi cabeza abre esa parte de mí que estaba censurada por mi propia salud. Y me enfermo. Tengo miedo de volver atrás, porque sé que mi cuerpo esta listo para enfermarse muy fácilmente, pero salir.... Salir es otro tema. Y acá no hay nadie que me saque. Ya no queda nadie para sacarme. Temo de mis límites y de cuánto me podrá durar la cordura. Si este fuera un juego de terror, mi sanidad estaría por el piso y las cucarachas caminarían por mi rostro.
Siento los pasos. Me busca. Me busca y se acerca. Pero es algo peor, es el frío helado de la oscuridad total. Que no se acerque, tengo miedo.
Ya no estoy segura si es calor o frío lo que siento. Mientras me acurruco en un costado de mi vida la gente pasa; pasan y no me miran. Lloro; por qué nadie quiere verme? Por qué nadie quiere hacerse cargo de que me vuelvo a enfermar? Pero eso está mal, parte de mí entiende que eso está mal. YO me enfermo, la gente no me enferma. Yo soy la que no tiene remedio. Y de a poco me resbalo y esbozo una sonrisa. Sonrío porque entiendo. Sé que es lo que me espera.
Si de todas formas voy a tener que enfrentarlo, mejor apresurar las cosas. Cierro los ojos con fuerza, y siento el filo de mis últimas palabras atravesar mi piel; siento las palabras atravesar mi garganta y las vomito al mundo que ya no me ve.
Para qué fingir? Comencemos.